miércoles, 29 de septiembre de 2010

Con peros, pero huelga


¿Para qué? ¿Para qué ir a la huelga ahora? Cuando ya medio país está en el paro, cuando ya se han aprobado las medidas que vamos rebatir, cuando las cabezas nos arrastran como las almas por los pies.

No me gusta esta huelga. Efectivamente, llega tarde. Deberíamos haber salido a la calle, todos, cuando la primera empresa echó al primer trabajador sin poder demostrar que no le quedaba otro remedio. Aquello no habría costado tanto como salir ahora. Y no lo hicimos.

Incluso deberíamos haber protestado antes. Mucho antes. Ante cada una de las actitudes empresariales con visos de procurar panes para hoy y un futuro de hambre. Aquello ni siquiera habría requerido salir a la calle. Y tampoco lo hicimos.

Los días de bonanza de este país se fueron construyendo sobre un extenso tejido de continuos silencios, de dientes apretados (como mucho), de asentimientos cómodos, de justificaciones individualistas para no criticar injusticias clamorosas. La solidaridad, la conciencia de los propios derechos (no ya su proclamación), la unión que hace la fuerza, los  mecanismos más elementales del funcionamiento laboral se iban borrando mientras tanto del bagaje cultural de una generación.

En su lugar, aprendimos a degustar los aromas del vino, a manejar los palillos orientales en la mesa, a dominar deportes de aventura y a combinar en la pantalla de plasma la producción íntegra de Hollywood (pirateada), el paraíso de los videojuegos y la granja de Facebook. Para seguir cultivando el espíritu de producción barata en el tiempo de ocio. Una sociedad moderna. Pero con la cabeza gacha, calladita.

Desde luego esta crisis es compleja. Mucho. Pero no puede reducirse a que unos malos de América vendieron unos fondos falsos, arruinaron al mundo y a nosotros nos tocó de rebote porque el gobierno de turno también era muy malo.

Aquí tenemos parte todos. Y en todo este tiempo no se ha producido una reflexión social en el espíritu de aquello que dijo Kennedy: “No preguntes qué puede hacer tu país por ti, sino qué puedes hacer tú por tu país”. La sociedad española, grosso modo,  no es madura. Sigue pendiente de un papá (el gobierno, los sindicatos, la Unión Europea, en última instancia) que les saque las castañas del fuego.

Pedimos cuentas  a los políticos, con razón, pero empeñadísimos en olvidar que el poder, el ilimitado, caprichoso y no obligado a rendir cuentas cada cuatro años, no reside hoy en día en parlamentos, sino en los despachos más altos de las multinacionales.

Nos quejamos de los sindicatos, con razón, pero nunca hemos querido aprender que la fuerza, la capacidad de presión, sólo se la pueden dar los trabajadores. Unos trabajadores conscientes de sus derechos, su fuerza, y de la repercusión social de sus actitudes. Y dispuestos a, aunque sólo sea, reclamar su respeto de adultos.

Por eso no voy a gritar lemas en las manifestaciones. Si las hay. Ni enarbolaré banderitas, ni me pondré pegatinas en la camiseta.

Pero sí hago esta huelga. Porque callarnos es lo que nos ha llevado hasta aquí. Porque la parte de “culpa” por concesión de los trabajadores, no resta un ápice de injusticia a quienes han aprovechado la conyuntura para enriquecerse más a base de mandar gente a la calle, quienes cabalgan hacia el éxito profesional alimentando el miedo y la inseguridad de aquellos a su cargo y quienes han reducido el valor de existir a una hoja de cálculo con dos columnas: pérdidas y ganancias. Económicas sólo.

Y, de alguna manera, aunque sea tardía, desfigurada, incompleta, deberíamos decir que no nos ha gustado. Que hay otra forma, más esperanzadora, de comprender el mundo.

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